El cielo tiene ese color azul desesperado de principios del invierno que al mirarlo te llena de oscuridad por dentro y hace que incluyas entre las opciones de "como emplear el tiempo esa noche" el coger el ascensor, subir a la azotea y saltar como el que se tira a la piscina, de cabeza y cogiendo impulso. Quizás por eso mis conciudadanos corren por las calles sin levantar la vista del suelo, temiendo que los ojos se les llenen de ese azul suicida y se vuelvan un poco locos por dentro.
Yo estoy parado frente a un escaparate de ropa interior masculina, viendo la ciudad reflejada en el cristal con un diseño de hombres perfectos y desnudos como fondo; las manos hundidas en los bolsos de una gabardina demasiado ligera y la espalda encorvada, como si aquel deprimente crepúsculo de verdad me pesara sobre los hombros.
He tenido un día de mierda, todo lo que podía salir mal ha salido peor, y la semana no ha hecho más que comenzar. Mañana tendré que levantarme pronto para llegar antes a la oficina e intentar enderezar al menos un poco el desastre de hoy.
"Pronto" se me ocurre que pueden ser las seis, lo cual constituye otra razón más para considerar con interés la opción de practicar salto olímpico desde la azotea...
Uno de los chicos, que posa tumbado sobre sábanas revueltas con un slip que resulta turbadoramente blanco sobre el vello oscuro de su vientre y sus muslos, parece sonreirme como si quisiera sugerirme otra alternativa.
"Vente al área".
Sin duda él no va a estar allí, la mayoría de los tíos como él no necesitan acudir a esos sitios, imagino. Por lo menos yo no los he visto. Pero la posibilidad de encontrártelos un día es una más de las razones para que la idea del área sea, a fin de cuentas, una idea cojonuda. Una más, pero la fundamental es que un buen polvo siempre ha conseguido levantarme un día por malo que este haya sido y por muy azul trágico que quiera ponerse el cielo de la tarde. Asi que echo un rápido vistazo al reloj de pulsera, todavía no son las ocho, y me pongo en movimiento.
De allí a mi casa apenas hay diez minutos de paseo que hago andando deprisa y chocando de vez en cuando con gente anónima sin disculparme, con la cabeza llena de fantasías en las que el tío del escaparate me espera en el interior de una furgoneta con los pantalones en las rodillas y una expresión lujuriosa en el rostro. Al llegar a mi apartamento ( piso catorce, dos por debajo de la mencionada azotea, no necesitaría ni tan siquiera coger el ascensor, pero definitivamente ese asunto ha quedado apartado de mi mente ) ya voy del todo empalmado: tiro el maletín a una esquina del salón sin mirar en donde cae, cojo las llaves de la monovolumen y me salgo otra vez cagando leches.
Me temo. Me temo estos días en que voy tan necesitado, porque me acabo follando lo primero que pillo y luego paso un rato un poco avergonzado de mi mismo y preguntándome como he caido tan bajo una vez que la cosa ha terminado y veo largarse al tío de turno. Porque no siempre voy al área igual, hay veces que llego lo bastante sosegado como para hacerme el loco ante algunas propuestas y aguanto hasta que aparece alguien que de verdad me pone más allá de lo que tenga unos centímetros por debajo del ombligo. Otras, las menos, no veo nada que me guste y me vuelvo a casa a practicar el saludable arte del sexo solitario, un poco mosqueado conmigo mismo por ser tan exquisito pero eso sí, conservando intacta mi autoestima. Pero los días como hoy...
Cuando salgo de la ciudad rozando el límite de la velocidad máxima permitida, la noche se está comiendo el cielo de repente, como se esparce una gota de tinta en un vaso de agua.
No hay estrellas a la vista, tampoco veo la luna.
¿Y a quien le importa la luna ahora...?
Pues lo comprendo ¡ a quien le importa la luna en esos momentos !, aunque a mi incluso en esos, sigue importándome...
ResponderEliminarHe leido el relato al revés: del último al primero y aún así no pierde un ápice el interés.
Una pregunta ¿ donde coño has aprendido a escribir así..